- ¿Y qué hacemos
con las moscas?
- Nada, las
moscas no se pueden enterrar.
En el presbiterio sólo estaban los más cercanos, vestidos con ropajes
pesados, con guantes y ruanas de la lana más gruesa. El sacerdote levantó
la vasija rebosada de agua bendita y dejó caer las primeras gotas sobre la
frente del niño, el lugar estaba inundado de gente que sonreía con la mandíbula
temblorosa y se abrazaban así mismos para calentar sus manos, ahora el agua
abundaba sobre la cara del niño, entrando en sus fosas nasales y boca, viajando
hasta la tráquea para anudarse y vaciar de aire los pulmones, la disnea se
calmó cuando el niño murió en público.
El cadáver fue puesto sobre el altar, de nada sirvió presionar su pecho
una y otra vez. Su cuerpo estaba morado y frío. El alarido de la madre rellenó
cada esquina de los decorados barrocos y el silencio de la gente daba por hecho
la excomunión.
Don Alonso era el carnicero del pueblo, su carne era de mala calidad
pero su carisma era la clave del progreso sin dejar de lado los precios bajos.
Las vacas enfermas que no resistían el frío eran su negocio, la carne curada
era exhibida con una gran estética, bien cortada y por montones. Por alguna
extraña razón los ingresos de sus ventas se redujeron desde la muerte del
sacerdote. Don Alonso, junto con su ayudante, tuvo que enterrar en varias
ocasiones la carne que no se vendía para evitar la presencia de los bichos y el
exorbitante olor a podrido.
Después de las últimas palabras del sacerdote, la gente se dirigió hacia
la puerta y salió rápidamente de la iglesia. La madre del niño agradeció
profundamente, arropó con un gran abrigo a su hijo para evitar algún resfriado
y salió junto con los padrinos y un grupo más de familiares a festejar a su
casa.
El sacerdote era el encargado de comprar la carne diaria para la
parroquia. Luego de terminar la misa de la media tarde se dirigía a la
carnicería a escoger la res que no aparentara estar en descomposición.
- Últimamente la
parroquia se ha estado llenando de moscas.
- Acá todos los
días vienen y hacen visita, yo ya las aprendí a querer. ¡La bendición!
Nunca había hecho tanto frío, nunca el pueblo creyente había estado tan
anonadado, a la iglesia le precedió un grito que se multiplicó en mil,
empezaron a reunirse las moscas, rodeando y velando el cuerpo morado y frío del
sacerdote.
En la carnicería, en su casa, en cualquier lugar y a cualquier hora, Don
Alonso estaba acompañado por moscas que merodeaban alrededor de su cabeza, él
tenía impregnado el olor mortecino de la carne, él era carne muerta. Les
sonreía con hipocresía a todos sus clientes, pero no podía evitar el
resentimiento que tenía contra el sacerdote, quien siempre buscaba llevarse la
mejor carne y pagar muchos menos sólo por que pertenecía a la iglesia. Don
Alonso, llevado por la incontrolable ira que le generaba tal apatía, decidió
vender al sacerdote la carne más vieja y enferma de todas las reses muertas por
el frío, escondiendo las de mejor estado y obligando al sacerdote a llevar
aquellas que él le ofrecía.
Al pasar de los días el sacerdote tenía compañía, moscas a su alrededor y un muy mal olor al igual que el carnicero.
Al pasar de los días el sacerdote tenía compañía, moscas a su alrededor y un muy mal olor al igual que el carnicero.
Llegó al pueblo crédulo y mortecino en donde había muerto su compañero,
la iglesia desprendía un olor inmundo que no provenía de ningún lugar
específico, las monjas parecían no entender lo que había sucedido en tan poco tiempo
por esto no podían dar una explicación.
Confieso que soy culpable, ahogué al niño con intención, ese niño estaba
manchado del pecado que venía en su sangre y su carne putrefacta, su
ascendencia era decadente, su padre, el carnicero quería que yo me fuera
también, es mi deber como siervo del señor eliminar el mal sobre la tierra.
Varias veces se vio al carnicero y a su ayudante salir de la parroquia, ahora
entiendo porqué encontré pedazos de carne descompuesta bajo el cobijín del
confesionario, entre los santos y esquinas invisibles. Ahora puedo explicar la
muerte de mi compañero, las moscas eran tantas y el olor a podredumbre tan
inmenso que un sacerdote de tanta edad no podría lidiar con tan inexplicable
acontecimiento y con tantas bacterias sobre su cuerpo a causa de la carne
enferma. El culpable, Don Alonso, él quería que mi compañero abandonara la
parroquia porque sentía que su negocio de las carnes se iría abajo, pues
la cantidad por kilos era mucha y su pérdida también. Un asunto tan banal y
carnal fue el culpable de la muerte de mi compañero, el cual era un sacerdote
bondadoso y limitado sólo a compartir el bien y no exterminar el mal, la carne
que compraba todos los días era el único acompañamiento del frío de los niños
pobres del pueblo. Mi misión como la de San Rafael es exterminar el mal, por
eso alcé la vasija, dejé caer el agua y no tapé su boca, mi intensión era esa,
ahogarlo. Ahora yo también soy carne podrida y las moscas me persiguen, pero no
estoy arrepentido, di una lección al carnicero, asesiné a su hijo, pero eso no
me hace mala persona. Yo sé que hice lo adecuado y por tal razón lo hice
delante todo el pueblo.
La carne que ya no se vendía era enterrada por el carnicero y su
ayudante en los patios del pueblo donde no habitaba nadie, el clima helado
ocultaba los olores pero no por mucho tiempo, por tal razón el pueblo pequeño
tenía un indescriptible aroma.
Ayudante: ¿Y qué hacemos con las moscas?
Carnicero: Nada, las moscas no se pueden enterrar.
La gente que ese día estaba observando el bautizo del niño al que nunca
se le dio nombre quedó impactada, el sacerdote satisfecho, el carnicero
abrumado y el pueblo envuelto en frío y un abrumador olor a mortecina.
Los niños pobres no tenían ni carne podrida que comer, el pueblo se
convirtió en la superficie de las reses muertas y ahora estaba más habitado por
moscas que por personas.
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